martes, 25 de junio de 2013

Contra la acreditación de universidades

Cualquier proyecto de ley universitaria que busque con realismo mejorar la educación superior en Perú, al tiempo que colabore con el desarrollo de la cultura académica del país, debe distinguir entre negocios universitarios y universidades sin fines de lucro. Esta es una distinción primera y elemental. Si queremos mejorar la calidad de nuestros profesionales, si pretendemos incentivar la creación en ciencia y tecnología y humanidades, si buscamos contribuir al desarrollo económico y cultural de la Nación, es imprescindible empezar por dejar de confundir entre estas dos instituciones, distintas radicalmente unas de otras.
 
Los negocios universitarios son negocios. No debería ser necesario decirlo y enfatizarlo. Son sociedades mercantiles cuyo objetivo único e incuestionable es hacer dinero, a través de la venta de servicios educativos. La finalidad de las universidades sin fines de lucro es otra. Se trata de comunidades de profesores y alumnos dedicados a la vida académica. En ellas se educa exponiendo a los alumnos a la creación científica, humanística o artística. Existen para cultivar la vida del intelecto, no para vender servicios. La diferencia entre estas instituciones y los negocios no puede ser más clara. La Universidad Católica invierte en bienes raíces para subsidiar sus actividades universitarias. Ninguna de las mil mejores universidades del mundo es un negocio. Todas son empresas subsidiadas. Absolutamente todas. Eso no es casualidad. La actividad propia de una universidad verdadera es demasiado costosa; no es posible hacer negocio con ella.
Un legado funesto del gobierno de Alberto Fujimori, un legado mercantilista que le ha hecho ya un daño sustancial al país, es el decreto que permite la creación de negocios universitarios sin otro control de calidad que el que ellos mismos se impongan. Como ya ha sido señalado hasta el hartazgo, los resultados nefastos de esta medida se pueden apreciar fácilmente. ¿Por qué se dio? Por un lado, para favorecer a personajes como Carlos Boloña y Raúl Diez Canseco, dueños de la Universidad (negocio) San Ignacio de Loyola; por otro, por influencia de ideologías liberales y capitalistas que no pueden entender que haya actividades en el centro mismo de nuestra vida social que no sean mercantiles.
Muchos de estos negocios universitarios ahora forman profesionalmente en campos cuyo ejercicio el Estado con razón regula, como son, por ejemplo, la medicina, las ingenierías, la abogacía o la enfermería. El actual proyecto de Ley Universitaria busca asegurar capacidad profesional a través de la acreditación de universidades. Eso es absurdo. Lo que está en juego es la salud y la seguridad de los ciudadanos, ¿cree alguien realmente que un proceso de acreditación estatal de estos negocios va a garantizar calidad? Tampoco lo harán procesos de acreditación implementados por los negocios mismos. ¿Cuál es la alternativa, entonces?
Así como debemos distinguir entre negocios universitarios y verdaderas universidades, debemos también distinguir entre títulos y grados universitarios, por un lado, y, por el otro, la certificación que posibilite el ejercicio profesional. Sabemos que hoy un título universitario no es garantía de nada. Para quienes quieran ejercer ciertas profesiones, la nueva ley debe requerir además un examen independiente de certificación profesional. Estos exámenes deben ser elaborados y administrados por unas pocas universidades reales que son las que establecen estándares de calidad en el área correspondiente. En medicina o en ingeniería, por ejemplo, los exámenes de certificación profesional podrían estar a cargo de, respectivamente, San Fernando y Cayetano o de la UNI, la Agraria y la PUCP.
El costo de preparación y administración de estos exámenes es relativamente menor e incluso podrían asumirlo los mismos solicitantes. Argüir que esto favorece a algunas universidades no tiene ningún peso. Los exámenes se aplicarían a todo aspirante profesional. Es evidente, además, que el problema de certificación profesional de médicos o ingenieros no existe por los títulos que ofrecen Cayetano o San Fernando, o la Católica, la UNI o la Agraria.
Para las verdaderas universidades, la nueva ley debe crear un sistema nacional, autónomo y estructurado en base al mérito académico. Entre otras medidas, podría establecer incentivos tributarios para donaciones; crear fondos intangibles para la financiación de las universidades públicas; establecer mecanismos de integración de recursos materiales y humanos.En consulta con nuestras mejores universidades, el Estado debefijar los criterios que deban cumplir las universidades que quieran ser parte de este sistema. Hará bien en no conceder que la mera designación "sin fines de lucro" asegure que se trate realmente de una universidad y no un negocio.
La ley debe tratar a los negocios universitarios como lo que son, negocios. Que vendan educación no les da ningún privilegio, como vender comida o medicinas o salud no les da a la casera, las bodegas y los supermercados, ni a las boticas y aseguradoras ninguna ventaja ni derecho a un trato especial. Como negocios, deben estar sujetos a la legislación que regula las sociedades mercantiles sin ninguna prebenda. Lo que el Estado sí debe hacer es exigir que hagan pública la información que pueda necesitar el consumidor para determinar la calidad de los servicios que se le ofrecen. Hablar en este contexto de autonomía universitaria es una artimaña interesada.
No estaría mal que desaparezca la ANR y todas sus instituciones anexas. El nuevo sistema nacional universitario debe tener sus propios organismos, pero obligar a sus autoridades a sentarse en la misma mesa que los comerciantes de la educación superior es un castigo gratuito que ya han sufrido suficiente y que no sirve para absolutamente nada.
No es tan difícil saber qué hacer. Ojalá a este Gobierno no le falten decisión y coraje para hacerlo.
Jorge Secada
 
Fuente: Diario16

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